El Cambio

María sabía que su vida ése día tenía que cambiar, y con esa determinación cerró tras se sí la puerta de la casa dejando un ruido sordo retumbando en la escalera.
Se apresuró por la calle, todo lo rápido que sus tacones le permitían hasta enfilar la calle principal y ver la cafetería. Al entrar, la misma música de cada mañana, la misma nube de humo flotando en el ambiente y el mismo sonido: un murmullo de voces y el repiqueteo de las cucharillas moviendo los cafés. Se obligó a sentarse en una mesa diferente de la de todos los días, recordando que ése día todo invariablemente tenía que cambiar. Pidió un café sólo con dos azucarillos, ya le daba igual la sacarina o la dieta de las narices. Sacó su agenda y empezó a organizarr su día. Encendió un cigarrillo con la prisa de alguien que no ha fumado en días y mientras exhalaba la primera calada, se fijó en las personas de su alrededor. Los camareros balilaban entre las mesas con la bandeja en la mano, las madres que acababan de dejar a sus hijos en el colegio cotilleaban sobre cosas de madres, se imaginó; los viejos habituales estaban sentados en la misma esquina de la barra de siempre, discutiendo a voz viva sobre el partido de la tarde anterior.
María sonrió, sabiendo lo que eso suponía, sabiendo que nadie excepto ella se daba cuenta de lo que pasaba.
Pagó el café y se dirigió hacia el coche. Condujo con prudencia, primero una calle, después otra, parándose en los obligatorios semáforos, distrayéndose en la gente que pasaba por la calle, algunos con más prisa que otros, pero la mayoría con la mirada perdida en el suelo. Eso era lo malo de las grandes ciudades: nadie se conocía y, de hecho, a todas aquellas personas ajenas les hubiera gustado ser completamente invisible para el resto, con sus miradas perdidas en el suelo y con la música de sus iPods sonando todo lo fuerte que podían aguantar.
Por una vez, encontró aparcamiento a la primera y justo enfrente de la oficina. Por lo visto su suerte también se había dado cuenta del cambio, así que volvió a sonreír (ya eran dos veces en una misma mañana, su propio record personal, pensó) y abrió la pesada puerta del edificio. La entrada estaba vacía aún a esa hora de la mañana así que lo único que podía oír era el sonido de sus altos tacones castigando el suelo, “plas, plas, plas, plas”. Se concentró en ese sonido y se armó de valor para lo que le quedaba de día.
La recepcionista estaba, como siempre, limándose las uñas mientras hablaba por teléfono con vete a saber quién. La saludó con un gesto de la cabeza y una sonrisa forzada, así que María hizo lo mismo. Llevaba casi dos años trabajando en aquel edificio y ni siquiera sabía como se llamaba aquella mujer neumática que no se movía de su sitio excepto para ir al baño. “Me da exactamente igual”, pensó, y dio al botón de llamada del ascensor con tal fuerza que no le hubiera extrañado que hubiera atravesado la pared, perdiéndose en la nada...

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